LA
EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS
Por Francisco R. Almada
Siendo Rey de España y de las
Indias Carlos III, cuarto de la rama de los Borbones, expidió un decreto
disponiendo que fueran extrañados de sus dominios todos los individuos
pertenecientes a la Compañía de Jesús. Dicho documento expresa lo siguiente:
“REAL ORDEN DE EXTRAÑAMIENTO: Habiéndome conformado con el parecer de los de mi
Consejo, en el extraordinario que se celebró con motivo de las ocurrencias
pasadas en consulta del 29 de enero, y de lo que me han expuesto personas del
más elevado carácter. Estimulado de las gravísimas causas relativas a la
obligación en que me hallo de mantener en subordinación, tranquilidad y
justicia a mis pueblos y otras urgentes, justas y necesarias que resuelvo en mi
real ánimo: usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha
depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi
Corona, he venido en mandar se extrañen de todos mis dominios de España e
Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, a los Religiosos de la Compañía de
Jesús, así Sacerdotes como Coadjutores y Legos que hayan hecho la primera
profesión y a los novicios que quisieren seguirlos y que se ocupen las
temporalidades de la Compañía en mis dominios.
Para su ejecución os doy privativa autoridad y para que forméis las
instrucciones y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido y estimareis para
el más pronto y tranquilo cumplimiento. Y quiero que no solo los Justicias y
Tribunales de estos reinos ejecuten puntualmente vuestros mandatos, sino que lo
mismo se entienda a los que dirigiréis a los Virreyes, Audiencias,
Gobernadores, Corregidores, Alcaldes Mayores y cualesquiera Justicias de
aquellos reinos y Provincias, y que en virtud de sus respectivos
requerimientos, cualquier tropa, milicia o paisanaje den el auxilio necesario
sin retardo ni tergiversación alguna, so pena de caer el que fuere omiso en mi
real indignación. Y encargo a los Provinciales, Prepónitos, Rectores y demás
Superiores de la Compañía de Jesús se conformen de su parte a lo que se les
prevenga y se les tratará en la ejecución con la mayor decencia, humanidad y
asistencia, de modo que en todo se proceda de acuerdo con mis soberanas
instrucciones. Tenerlo entendido para su exacto cumplimiento como lo fío y espero
de vuestro celo y amor a mi real servicio, y daréis para ellos las órdenes
necesarias acompañando ejemplares de mi real decreto, a los cuales estando
firmados de vos se les dará la misma fe y crédito que al original firmando de
la real mano. En el Pardo a 27 de febrero de 1767. Yo el Rey. Al Conde De
Aranda, Presidente del Consejo. Es copia del original que Su Majestad se ha
servido comunicarme. Madrid, 1° de Marzo de 1767. El Conde de Aranda”.
La Real Orden anterior circuló
bajo tres cubiertas. La primera iba dirigida a la autoridad encargada de su
ejecución y sobre la segunda se leía lo siguiente: “Incluyo a V. el pliego
adjunto que no abrirá hasta entrada la noche del 24 de junio, y enterado
entonces de su contenido, dará cumplimiento a las órdenes que comprende. Debo
advertir a V. que a nadie ha de comunicar el recibo de ésta, ni del pliego
reservado para el día que llevo dicho, en la inteligencia de que si ahora de
pronto o después de haberse abierto antes del día señalado por descuido o
facilidad de V. que existiese en su poder semejante pliego con limitación del
tiempo para su uso, será tratado como quien falta a la reserva de su oficio y
es poco atento a los servicios del Rey mediando su Real Servicio, pues
previniendo a V. con esta precisión el secreto, prudencia y disimulo que
corresponde y faltando a tan debida
obligación, no será tolerable su infracción. A vuelta de correo me responderá
V. por el mismo conducto citándome la fecha de mi carta y prometiéndome la
observancia de lo expresado. El conde de Aranda”.
En la tercera cubierta se escribió
la siguiente advertencia: “No abriréis este pliego, bajo pena de muerte, hasta
la noche del 24 de junio de 1767. Os revisto de toda mi autoridad y de todo mi
poder real para que inmediatamente os dirijáis a mano armada a casa de los
Jesuitas. Os apoderareis de todas sus personas y los remitiréis como
prisioneros dentro del término de 24 horas al Puerto de Veracruz. Allí serán
embarcados en buques destinados al efecto. En el momento mismo de la ejecución
haréis que se sellen los archivos de las casas y los papeles de los individuos
sin permitir a ninguna otra cosa que sus libros de rezo, la ropa blanca
absolutamente indispensable para la travesía y el dinero que acreditaren ser de
su personal propiedad. Si después de la ejecución quedare en ese Distrito un
solo Jesuita, aunque fuera enfermo o moribundo, responderéis con vuestra
cabeza. Yo el Rey”.
Las órdenes para la ejecución del
decreto antecedente fueron comunicadas el 3 de junio por el Virrey Marqués de
Croix al Gobernador de las Provincias de Sonora y Sinaloa, Coronel Juan Claudio
de Pineda. Por las grandes distancias y las deficiencias del servicio de
Correos, no fue posible que se ejecutara el extrañamiento de los Religiosos de
la Compañía de Jesús en la fecha señalada por el Conde de Aranda y hasta el 14
de julio el Gobernador giró las instrucciones a los Capitanes comisionados para
aprehenderlos y conducirlos en dirección al Puerto de Guaymas. Algunos de los
Misioneros Jesuitas ya sabían que sus colegas de la Sierra Madre Occidental
radicados en la Nueva Vizcaya habían sido aprehendidos y enviados en dirección
al sur, y esperaron con calma y resignación que se hiciera lo mismo con ellos
sin haber tratado de huir o de resistir el cumplimiento de las órdenes reales.
Los Oficiales comisionados por el Gobernador Pineda fueron el Capitán Lorenzo
Cancio para los Misioneros de la Provincia de Sinaloa y Río Yaqui; Capitan Juan
Bautista de Anza para los de San Francisco Javier (Sahuaripa); capitán Juan José
Bergoza para los de la Pimería Alta y Capitán José Antonio Vildósola para los
de San Francisco de Borja (Río Sonora) y los Santos Mártires de Japón (Región
de Bacerac). Al mismo tiempo dispuso el Gobernador que el decreto de expulsión
de los Jesuitas se publicara en todos los pueblos de su jurisdicción y que los
Misioneros hicieran presentación rigurosa de todos los bienes, propiedades y
objetos que hubiesen recibido con posterioridad al día 25 de junio, creyendo
infundadamente que podría encontrar alguna cosa desfavorable para los
afectados.
Los Capitanes Bergoza, Vildósola y
Anza tenían señalado al Pueblo de Mátape como punto de concentración de los
Misioneros de las zonas que se les habían señalado, y de allí fueron remitidos
al Puerto de Guaymas. El Capitán Cancio al mismo tiempo se había trasladado con
una escolta al Pueblo de Santa Cruz del Río Mayo, en donde tenía su residencia
el Visitador General de las Misiones de Sinaloa, RP Jorge Fraiding. Allí le
hizo la notificación del decreto de expulsión; no presentó ninguna objeción y
por exigencia del mismo encargado, escribió a los Misioneros que de él
dependían citándolos al Pueblo de Camou, como equidistante, sin explicarles el
objeto del llamado. Allí se reconcentró la mayoría de los Jesuitas habiendo
quedado dos de ellos enfermos en Alamos; el Alcalde Mayor de la Provincia de
Sinaloa se presentó personalmente en Camou conduciendo otros cuatro. Al mismo
tiempo, el Capitán Cancio nombró Comisarios que se hicieran cargo de las
iglesias y de los bienes pertenecientes a los pueblos de Misión, que
indebidamente fueron considerados como temporalidades de la Compañía de
Jesús. El 25 de agosto el mismo oficial
participó desde el Pueblo de Torin al Gobernador Pineda que las órdenes
dictadas para aprehender a los Jesuitas estaban cumplidas y que se encontraban
allí todos los Misioneros, después de haber sido arrancados por la fuerza de
los lugares de su respectivas residencias. A la vez, pidió autorización para
demorar su traslado a Guaymas en virtud de que allí no había comodidades,
expresando que su súplica estaba de acuerdo con las recomendaciones reales de
que se les tratara con humanidad y en su opinión así lo merecían por la
resignación con que habían acatado el Real Decreto de Expulsión. El Coronel
Pineda dio su aprobación a la solicitud de Cancio, disponiendo que se les
trasladara a la Misión de Huirivis, por ser de las más próximas al Puerto y la
que prestaba mayor capacidad para alojarlos. En este pueblo y en el puerto
fueron alojados en el edificio cural y en unos jacalones construidos meses
antes por las autoridades militares con motivo del arribo de la Expedición de
Sonora, y permanecieron allí largos meses por falta de transportes.
Eran en total 51 de los cuales
fallecieron dos durante el tiempo de espera: los Padres: José Palomino
(Misionero de Guasave) e Ignacio González (Pueblo de Río Sinaloa). Los 49
restantes fueron embarcados en el paquebot “Rey” el día 20 de mayo de 1768 con
destino al Puerto de San Blas, escoltados por el Teniente Baltasar Aguirre y
cuatro soldados nombrados por el Coronel Domingo Elizondo por vía de
cumplimiento a las órdenes superiores, pues el Capitán del buque y el segundo
oficial manifestaron que no necesitaban escolta de ninguna clase para conducir
a los Jesuitas a su destino. Los Misioneros expulsados de las Misiones de
Sinaloa fueron 19 y 30 los que corresponden a los de la Provincia de Sonora,
siendo los que a continuación se expresan: Sebastián Cava (Pueblo de Baca),
Francisco Javier Anaya (Tehueco), Miguel Fernández Somera (Ocoroni), José
Antonio Sedano (Chicorato), Fernando Berra (Bacubirito), Francisco Halaya
(Mocorito), Antonio Ventura (Mochicahui), José Garfias (Villa de Sinaloa),
Francisco Acuña (Pueblo de Toro), Vicente Rubio (Conicarit), José Rondero
(Camoa), Lucas Atanasio Merino (Navojoa), Jorge Fraiding (Santa Cruz del Río
Mayo), Francisco Ita (Batacosa), Ignacio Javier González (Tecoripa), Manuel
Aguirre y José Liévana (Bacadéhuchi), Jacobo Seldelmayer (Mátape), Alonso
Espinosa (San Javier del Bac), Bartolomé Sáenz (Sahuaripa), José Wazet
(Yécora), Ignacio Pfferercoa (Cucurpe), Felipe Getzner (Sáric), Luis Vicas
(Tubutama), Diego Barrera (Santa María de Sounca), Miguel Almeda (Opodepe),
Francisco Javier Villarroya (Banámichi), Juan Neuting y Ramón Sánchez (Huásabas),
Bernardo Midenford (Movas), Andrés Michel (Ures), Antonio Castro (Onapa),
Benito Romero (Cumuripa), Francisco Javier Pascua (Bavispe), José Pío Laguna
(Bacerac), Pedro Díaz (Guévavi), Custodio Ximeno (Caborca), Maximiliano Leroi
(Belem), Carlos Rojas (Arizpe), José Roldán (Arivechi), José Garrucho
(Oposura), Nicolás Perera (Aconchi), Enrique Kirztell (Onavas), Alejandro
Rapicani (Batuc), Juan Lorenzo Salgado (Huirivis), Julián Salazar (Bacum), Juan
Mariano Blanco (Rahum), Francisco Paver (San Ignacio) y Lorenzo García (Torin).
La travesía de San Blas al
interior del país fue igualmente dilatada y en el tránsito fallecieron los
Padres Perera, Fernández Somera, Villarroya, Merino, Rapicani, Pascua, Rondero,
Halava, Laguna, Neuting, Díaz, Liébana, Sánchez, Wazet, Kurztell, Cava, Leroi,
Aguirre y Berra, entre las poblaciones de Ixtlán del Río, Ahuacatlán, Magdalena
y Tequila pertenecientes entonces a la Nueva Galicia. Los supervivientes fueron
embarcados en el puerto de Veracruz con destino al extranjero en donde
terminaron sus días, excepto los españoles que volvieron a la Península.