La Fiebre Amarilla

Por Don Gilberto Escoboza Gámez

 

Abril de 1989

En el mes de agosto de 1883 fondeó en la bahía de Guaymas el vapor norteamerican0p “Newbern”, infestado del terrible mal de la fiebre amarilla, dándose  los primero brotes durante el mes de septiembre en Hermosillo. Como visitante apocalíptico, hizo estragos en la población, que no estando acostumbrada a padecer esta clase de epidemia, al principio no se sabía que medidas profilácticas había que tomar para librarse de la muerte, Frecuentemente en toda la ciudad se escuchaban llantos por los enfermos o por los muertos. Cundió el pánico y el éxodo se generalizó entre la gente pudiente llevando la epidemia a Arizona y California.  Como sabemos, la parca poco o nada entiende de las clases sociales y se llevó a muchos, por igual a ricos y pobres.  Hacia el mes de octubre habían muerto 211 personas y existían más de mil enfermos en una población de 10,000 habitantes.

 

En los cementerios locales, el nuevo y el viejo, se destinaron superficies para sepultar exclusivamente a los que morían de esa epidemia y el Ayuntamiento cedía gratuitamente el terreno y los ataúdes a la gente pobre.

Hasta la fecha, después de haber transcurrido más de cien años de aquella terrible epidemia, nadie se ha atrevido a decir que hubo negligencia de parte de las Autoridades Estatales, ya que el Gobernador ordenó que no se escatimaran recursos para combatir el mal. Era tanto el pánico que existía en nuestra ciudad, que apenas una persona exhalaba el último suspiro ya estaban a su lado los enterradores.  Durante mucho  tiempo se comentó que algunos ebrios que al amanecer dormían la mona  bajo la bóveda celeste, eran trasladados al cementerio y enterrados vivos.

 

Al llegar el otoño la epidemia cedió y los periódicos locales informaban que Hermosillo estaba libre de la fiebre amarilla, pero no fue así dado que al año siguiente, encontrándose los hermosillenses muy confiados, el mal reaparece a la llegada del verano de 1884 aunque con menos incidencia. Fueron varios los inversionistas que abandonaron el Estado nuevamente más que de prisa, temerosos de contraer la enfermedad, y ello ocasiona otra fuga de capitales nacionales y extranjeros provocando una aguda crisis económica a nivel estatal. El 11 de agosto, víctima de la terrible fiebre, dejó de existir don José de Jesús Rico, Obispo de Sonora, al mismo tiempo en que el Gobernador del Estado contraía  el mal que le puso al borde de la muerte. Afortunadamente Don Luis Emeterio Torres fue de los que le ganó  a la epidemia logrando salvarse.

 

La peste tan temida, al aparecer en Guaymas traída por el barco norteamericano desde Mazatlán, primero se esparció a lo largo de la vía del Ferrocarril de Sonora y luego llegó a muchos pueblos alejados de la Capital del Estado. Y como se señala al principio de esta crónica, no respetó clases sociales ni económicas ni a viejos ni jóvenes.  Los médicos locales hubieron de consultar los libros de medicina, sobre todo relacionado con las enfermedades tropicales. Lo curioso del caso es que el “Newbern” traía de Mazatlán su guía sanitaria en donde se le había inspeccionado porque en esas fechas en el Sur de la República y en la América Central, estaba causando muchas muertes la fiebre amarilla al grado tal de que no la podían controlar. Empero, sin que se diera cuenta la tripulación del barco, un enfermo subió a la nave en calidad de pasajero sin que él mismo supiera que las molestias que empezaba a sentir eran causadas por la enfermedad tropical.

 

En Hermosillo y Guaymas, las ciudades más afectadas, logróse erradicar la epidemia en 1885. Algunos médicos norteamericanos y mexicanos, sugirieron que se plantaran muchos árboles en nuestra ciudad, como una medida preventiva contra la incidencia de la fiebre amarilla.  Por ese motivo a los finales del Siglo XIX la Capital de Sonora era una de las ciudades con más árboles en la costa del Pacífico.  En la mayoría de las calles, así como en las plazas, se pusieron “piochas”, laureles y naranjos.  En la hoy calle Serdán se plantaron  árboles cítricos y a partir de esa fecha le pusieron la “Calle de los Naranjos”. Relatan algunos historiadores que Ángela Peralta, el Ruiseñor Mexicano, quien murió en Mazatlán víctima de la fiebre amarilla, acababa de llegar a ese puerto procedente de Hermosillo.