FRAY JUAN
MARÍA DE SALVATIERRA
Nació en Milán, el 15 de Noviembre de 1648. Murió en
Guadalajara, Nueva España en 1717. Su familia era de origen español. Estudió en
el Colegio Jesuita de Parma, donde toma conocimiento
de la labor que realizaban los misioneros en las Indias. Impresionado por esta
labor ingresa a
En 1690 fue ascendido al cargo superior de Visitador
de las misiones del distrito noroeste de México. Allí se encuentra con el Padre
Eusebio Kino quien lo convence de la necesidad de
evangelizar a los Indios de las Californias. Luego de muchas peticiones a sus
superiores y a los Virreyes de Nueva España, es autorizado para realizar una
expedición a sus expensas. Para ello contó con la valiosa ayuda del Padre Juan
de Ugarte y de laicos como D. Pedro Gil de
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Mulegé en Baja California, un sitio
descubierto por el P. Juan María de Salvatierra. |
Loreto,
la primera Misión de Salvatierra en California; al fondo se observa |
En 1704, es ascendido a Provincial y trasladado a
Ciudad de México por tres años. En 1707 regresa a sus queridas misiones
californianas permaneciendo hasta 1717. Llamado por el Virrey de Nueva España,
intenta viajar a Ciudad de México pero se ve obligado a permanecer en
Guadalajara debido al agravamiento de sus enfermedades. Fallece en Guadalajara
el día 17 de julio de 1717. Tiene solemnes funerales a los cuales asiste gran
cantidad de personas y es enterrado en la capilla dedicada a “
Un Cuento
La siguiente
narración de José María Barrios de los Ríos exhibe ciertos pasajes de la vida
del P. Juan María Salvatierra que resultan convenientes presentarlos a
propósito de la vida de este ilustre jesuita precursor de la vida en Baja
California Sur, México.
“El Buque Negro”
Corría el año de
gracia de 1716. Era el mes de octubre, y los padres de la misión de Nuestra
Señora de Loreto no recibían cartas ni víveres desde enero. La carestía era
inmensa. Todas las tardes se sentaban, después de las
preces públicas, a vigilar tristemente el golfo de Cortés con la esperanza de
avistar el barco protector que aguardaban hacía luengos meses. Una de esas tardes, teniendo el reverendo
padre Juan María Salvatierra su largo Rosario entre las manos, interrumpió la
piadosa devoción para señalar con el dedo a sus compañeros, que no lejos de
allí rezaban, un punto negro y lejano que se percibía en el horizonte. Este
pecadillo de distracción, que el santo jesuita lloró como un niño el resto de
su vida, escandalizó a los otros padres, los cuales, no haciendo caso de la
señal del padre superior, continuaron su rezo
impasiblemente. Cuando todos hubieron concluido,
les pidió perdón por su falta y que rogaran a Dios no fuese a hacer sentir su
justicia en la misión en castigo de aquel pecado, cometido por el pastor de
aquellas ovejas, en quien ellas sólo debía mirar
ejemplos de exactitud, perseverancia y santidad en las buenas obras.
El punto avistado se
acercaba a toda prisa. Indudablemente debía de ser una embarcación: así lo
pensaban los padres y la gente que había acudido a la playa al saber la buena
nueva. Pero el caso es que aquello no tenía velas, ni al parecer mástiles. Veíase sólo una masa negra que avanzaba rápidamente. ¿Sería
un cetáceo? Inverosímilmente podía pensarse esto: la historia natural de aquel
tiempo era bastante completa en lo relativo a monstruos marinos, pues todos los
mares del mundo, había sido ya explorados. Fuese
lo que fuese, en las buenas almas de Loreto dominaba universal regocijo: sólo
el padre Salvatierra parecía contristado como si temiese en el arribo del barco
enigmático la caída de una maldición a su santa obra.
Acercóse
por fin la grandiosa mole, redonda como el dorso de la ballena menos en la
proa, donde estrechándose y reentrando las convexidades opuestas, degeneraban
en dos planos verticales que unían las líneas de sus extremos en un ángulo de
setenta. Carecía de arboladura y velamen. Desde la línea de flotación podía
medir, de altura o puntal, hasta siete metros, y su largo o eslora vendría a
ser como de unos treinta y seis, con manga proporcionada a estas dimensiones.
Por las lucanas o las ventanillas salía un fulgor vivísimo. Su color o pintura
era negra, sin brillo ninguno, y su cubierta estaba coronada por tripulantes
negros también. Eran las seis menos cuarto cuando fondeó, sin ruido ninguno, a
cincuenta brazadas de la playa.
El asombro hizo
enmudecer a la colonia. Esta se compone entonces de algunas tres mil almas, y
la piedad que los misioneros habían inculcado en todas, no menos que la
frecuente escasez en que vivían, careciendo hasta de lo indispensable para la
vida, las habían acostumbrado a recurrir a la oración en los casos apurados, y
a confiar sus destinos tranquilamente a
Los jesuitas no las
tenían todas consigo. Su superior ilustración los hacía rechazar de plano
cualquiera teoría de navegación no fundada en los aparejos veleros, único
sistema conocido hasta entonces; y no teniendo noticia de que se hubiere
ensayado siquiera otro medio de locomoción por el mar, distinto del viento y
del remo, a punto estuvieron de calificar de diabólico artificio la aparición del
buque negro… Su asombro no tuvo límites cuando vieron que cuatro negrazos
horribles descolgaban desde la borda un batelillo color hollín, y que por una
escala de cuerda se deslizaba un hombre blanco, vestido a la usanza de los hijosdalgo españoles, y que parecía ser el jefe de aquellos
atezados tripulantes.
Sentóse
el caballero en el largo escaño de madera que flanqueaba el esquife, a su vez
hicieron lo mismo los cuatro negrazos y se dirigieron al puerto a todo remo. El
blanco se llama don Veramundo de
Con aire señoril,
aunque realzado por una conveniente modestia, con palabra fácil y persuasiva y
con maneras de una cortesanía nada afectada, habló el personaje con el padre y
los colonos de cuanto fue oportuno en aquella ocasión; del mar de España, del
rey, del Nuevo Mundo, de los largos viajes, de la temperatura, de las
misiones…, pero con prudentes reticencias y salvedades, discretamente
diplomáticas, se dejó en el coleto la explicación del enigma del barco negro,
dando a entender que aplazaba la revelación del misterio para otro día; día que
-dicho de una sola vez- no llegó jamás; porque ni en las crónicas, ni en el
archivo de la misión ni en los papeles particulares de los jesuitas, se ha
encontrado la clave de este singularísimo suceso…
Y como para abreviar
a sus interlocutores del prurito de inquisición y examen a que parecía
comenzaban a someterle, se apresuró a ponderar el inmenso cargamento de víveres
y socorros que traía para la colonia, pidiendo el auxilio de gente y canoas a
fin de abreviar la descarga. Esta noticia despertó en la misión el más
extraordinario entusiasmo: canoas iban, canoas venían, y sobre la playa se
apilaba en colosales balumbas enorme porción de sacos, valijas, cajas,
barriles, fardos y bultos de toda clase. Semillas, frutas, carnes saladas,
mantas, sombreros, muebles, útiles de labranza, cerdos, ovejas, toros y
vacas…., de todo ello quedaba la misión abastecida para muy largo tiempo. La
descarga duró cerca de tres días, durante los cuales a los colonos los tuvo sin
cuidado el problema náutico del barco sin velamen ni arboladura, ateniéndose
prácticamente a la solución en alto grado gastronómica, indumentaria y agrícola
que les deparaba el botín enorme. Concluida la descarga, las primeras sombras
de la noche del dieciocho de octubre, se alejó el Buque negro, sin
vientos ni remos, con el mismo silencio de su arribo, y dejándose en la misión
al hijodalgo don Veremundo de
Al padre Salvatierra
le supo muy amargo todo aquello aunque fuese su huésped navarro y hermano de un
duque de la corte de España. El recién llegado no
traía entre los infinitos artículos de su cargamento ni un solo paquete de
rosarios, ni un lote de catecismos, ni un mal ornamento para iglesia, ni
siquiera una estampa de santos, su devoción, por otra parte, era un tanto
problemática pues desde su venida no había visitado ni una sola vez el templo
de la misión para dar gracias por el buen suceso de su viaje… A efecto de
tentar el corazón de aquel impío, ordenó el padre un Te Deum solemne, en
acción de gracias por los socorros recibidos en él. El señor don Veremundo concurrió al acto como todo hijo de vecino, sin
distinguirse de los demás por otra particularidad, sino porque no hizo la señal
de la cruz ni antes ni después del piadoso ejercicio; en lo cual nadie paró
mientes…
Pero he aquí que, al
concluir el cántico religioso y al volverse de frente a sus neófitos el buen
padre para bendecirlos, sintió tan grande inmovilidad en el brazo derecho, que
apenas pudo levantarlo, y sin poder trazar en el aire la sacrosanta enseña,
dejó la caer la mano sobre el muslo con la pesantez del plomo y sin poder
evitarlo… Lleváronlo de allí en brazos; porque era
presa de tenacísima fiebre. Algunos días después, convaleciente y siempre
triste, embarcóse para Nueva Galicia en busca de
salud y reposo, y no pasó mucho tiempo sin que exhalase en Guadalajara el
último suspiro. En las supremas ansias de la agonía, dirigiendo la mortecina
vista hacia el occidente, intentó bendecir de nuevo aunque fuese desde tan
lejos a
Pero volvamos a
Loreto. Don Veremundo, con la simpatía que le había
conquistado su desmedida generosidad, con su despejado y siempre listo cacumen y con la fortuna que le acariciaba notoriamente
desde su llegada a aquellas playas, comenzó a prosperar en grande en grande en
todas las empresas que acometía su audaz y nunca dormido carácter. Expediciones
de buceo, plantíos de cereales, cabotaje por su cuenta en el golfo, exportación
de vinos y frutas: cuanto intentaba le colmaba de riquezas al inaudito extremo
de que a fines de 1718, sus tesoros eran incalculables. De cada valva sacaba
una perla, de cada semilla un mundo de semillas…
No sé si mis
lectores estarán de acuerdo conmigo en que no hay en este asendereado planeta
cosa alguna que más despierte la envidia de los mortales, que ver que el
prójimo se hace rico… Lo cierto es que las gentes de la misión comenzaron a
murmurar de don Veremundo, cosas maravillosas y nunca
oídas. Decíase que su riqueza era dádiva demoníaca.
Que un papel trazado de gruesas líneas negras, que a nadie había dado a leer
don Veremoundo, pero que éste ojeaba de vez en cuando
sentado en la playa, contenía el convenio, firmado de puño y letra de ambos
contratantes, mediante el cual don Veremundo
transfería a Satanás el dominio de su alma, con exclusión de los derechos de
Dios y a cambio de riquezas; y para confirmar este dicho añadían que al fin o a
la postre, serían transmitidas después de padres a hijos ya con mayor libertad
y garrulería, porque don Veremundo se iba
envejeciendo y tornando en débil estantigua. Transcurrieron hasta cincuenta
años, sin que por lo demás, en el lapso de ese tiempo dejasen, los buenos
feligreses de Loreto, de solicitar y percibir en pingües
demostraciones constantes y sonantes, los desbordamientos de la liberalidad
siempre inexhaustiva del hijodalgo. Y esto prueba
otra sencillísima observación que se me ocurre, si a mis lectores no incomoda,
y digo se me ocurre, no porque sea nueva, sino porque viene a cuento, y es que
nada hay en este bajo mundo que armonice mejor las voluntades y trueque en
servidores obsequiosos a los malquerientes, como la generosidad y largueza en
las dádivas; y así, don Veremundo, aunque visto con
desconfianza y antipatía, no tuvo en torno suyo más que atenciones, servicios y
alabanzas. Sólo le abandonaron sus convecinos cuando cayó en cama, cuando de
extraña dolencia que nadie diagnosticó ni pudo curar en la colonia.
A pocos días
de estar enfermo don Veremundo, volvió a avistarse el
barco desde las playas de Loreto. Con rapidez inusitada en embarcaciones
comunes se acercó al puerto silenciosamente, sin velamen, ni arboladura, ni
jarcias, lleno de una intensa luz rojiza que se veía a través de los vidrios de
las lucanas y lumbreras, y movido por no sé qué fuerza misteriosa. Salieron a
cubierta cuatro negrazos, descolgaron un esquife, se metieron en él, remaron
hasta atracar en el desembarcadero, saltaron tres de ellos en tierra, y se
dirigieron a la casa de Garza y Contreras, lo levantaron en brazos y envuelto
en sus ropas de cama lo embarcaron en el batel negruzco, volvieron a remar
hacia él, a donde subieron con el muribundo y
zarparon sin rumor y con rapidez, perdiéndose bien pronto de vista el barco
maravilloso en las lejanías ensombrecidas de la mar, que ya empezaba a oscurecerse
con el capuz de la noche.
José María Barrios de los Ríos, mexicano
(1864-1903).
Tomado de: http://www.angelfire.com/nt/cuentistas/Page1.html