Algunas notas sobre la Historia de
la Compañía
El
nacimiento de la Compañía de Jesús
La
Compañía de Jesús nació entre 1538 y 1541, en un momento histórico en el que se
estaba produciendo una profunda renovación de la espiritualidad. Entre las
órdenes religiosas se estaba asentando el movimiento de la observancia. El
protestantismo avanzaba por Europa. El erasmismo, considerado heterodoxo, era
perseguido. Y las autoridades católicas consideraban cada vez más necesaria la
convocatoria de un Concilio general.
La
Compañía apareció gracias a la iniciativa de Ignacio López de Loyola. Un
personaje extraño, controvertido, difícil de clasificar, que podemos situar
ideológicamente entre las inquietudes renacentistas y los rasgos propios de
épocas anteriores.
San Ignacio nació en
Loyola (Guipúzcoa) en 1491. Recibió una educación pobre y elemental, con una
base religiosa sólida (más por la intensidad de las repeticiones que por la
calidad de los conocimientos). Dedicado a la milicia, adquirió cierto renombre
a nivel local. Tuvo una intensa actividad tanto militar como cortesana (aunque
no intelectual). Se volcó en la lectura de libros de caballería lo que quizá le
hizo tener grandes sueños de grandeza. Llegó a aspirar al amor de la Infanta
Catalina, hermana de Carlos I, cosa que no vio el emperador con muy buenos
ojos.
En
1521 (a los 30 años) cambió radicalmente de vida. Tras ser herido en el sitio
de Pamplona por las tropas francesas, San Ignacio tuvo que guardar una penosa y
larga convalecencia. Durante ese tiempo tuvo la oportunidad de leer la «Flos
Sanctorum» (vidas ejemplares de santos), la «Vita Christi» de
Rodolfo de Sajonia, y el «De imitatione Christi» de Thomas Kempis.
Estas lecturas y su afición por los libros de caballería le llevaron a perfilar
un nuevo ideal caballeresco dentro de su época: el de caballero de Cristo, un
caballero andante en defensa de Dios. Y de acuerdo con dicho ideal, decidió
romper con su vida anterior e irse a los Santos Lugares.
A
mediados de 1522, ya repuesto, San Ignacio abandonó su casa y peregrinó a
Montserrat. Intercambió sus ropas con un mendigo y se hizo anacoreta. Tras un
tiempo, marchó a Manresa, donde se dedicó a la caridad, la oración y la
mortificación física.
Interior
de la cueva de San Ignacio en Manresa
Dos
años después, en 1524, comenzó a acercarse a la mística de un modo más
intelectual. Y empezó a vivir una serie de experiencias «sobrenaturales»,
«místicas», que fue plasmando en pequeñas notas literarias (que en el futuro le
servirían para hacer proselitismo en la Universidad). Por fin, marchó a
Jerusalén. Volvió a España, convencido de que necesitaba más formación
eclesiástica e intelectual a fin de convertirse en un «caballero de Cristo».
Por
ello, en 1525 se inscribió en una escuela de gramática para aprender latín con
los niños. Posteriormente, en 1527 se matriculó en la Universidad de Alcalá, la
universidad puntera del momento (ya que, aprobado el erasmismo, reunía a los
representantes de la nueva espiritualidad). Acusado de filoalumbradismo, fue
procesado en tres ocasiones por la autoridad episcopal (no la Inquisición). No
fue, sin embargo, condenado. No parece que San Ignacio fuese alumbrado; buscaba
una vía espiritual nueva que, como veremos más adelante, no coincidía desde
luego con la alumbrada.
Tras
su estadía en Alcalá, el guipuzcoano viajó a París, ciudad en la que permaneció
entre 1528 y 1535. Se matriculó en la Sorbona y en ella se convirtió en un
declarado papista. Durante este período acabó de perfilar lo que iba a ser la
Compañía de Jesús. Conoció, entre otros, a Pedro Fabro, Francisco Javier, Diego
Laínez, Alfonso Salmerón, Bobadilla y Rodríguez, hombres que se constituirían
en los futuros pilares de la Compañía. Este grupo, lejos de interesarse por la
lucha contra el protestantismo, se movió en un ambiente original, con la idea
de promover una cruzada hacia Oriente, para convertir a los infieles (proyecto
en el que podemos apreciar el germen de la voluntad evangelizadora misional que
mostraría la Compañía). Movidos por este ideal, el 15 de agosto de 1534 los
arriba citados se reunieron en Mont-Maître e hicieron votos de pobreza y
castidad, y decidieron ir a Tierra Santa. No obstante, el proyecto fracasó y
entonces decidieron marchar a Roma donde se pusieron al servicio del papa.
Allí, viendo el inmenso trabajo que ofrecía la reforma de la Iglesia, surgió la
idea de transformar el grupo de amigos en una orden religiosa dedicada al
apostolado.
Estación
del metro Cluny-La Sorbonne con la firma de Ignacio de Loyola y otros 52
ilustres antiguos alumnos de la Universidad de París
Aunque
en 1538 ya eran conocidos con la denominación de Compañía de Jesús, la
institucionalización de la nueva orden no se produjo hasta dos años después,
cuando Paulo III la aprobó por medio de la bula Regimini militantes
ecclesias. Sus constituciones la dotaron de un grado de modernidad que la
diferenciaba claramente del resto de las órdenes de la época. Desde un primer
momento destacó por su carácter plenamente renacentista. La Compañía se
caracterizó especialmente por su obediencia absoluta al papa. Asimismo, adaptó
el sentido monástico a la necesidad de movilidad del apostolado en un mundo en
constante cambio. Y comenzó a definirse por una serie de factores, entre los
que podemos resaltar el respeto individualizado; la sustitución del oficio
cultual por la oración mental; la exigencia entre los miembros de un cierto
nivel cultural (punto cuya importancia creció cuando San Ignacio acogió el ministerio
de la enseñanza como una de la labores principales de la Compañía). En un
principio, la Compañía no poseía un ministerio específico, lo que daba a sus
miembros mayor libertad, siempre teniendo en cuenta el arraigo que en ellos
tenía el principio de obediencia. Por ello, los jesuitas podían dedicarse a
cualquier tipo de apostolado, siempre que fuera a mayor gloria de Dios. También
les distinguió el carácter misionero al servicio del papa, al que se ligaban
-los que lo desearan mediante un especial 4º voto-.
La
Orden se estableció con una jerarquía: un general de la orden, con carácter
vitalicio, elegido por una congregación general, considerada como el supremo
órgano legislativo; procuradores en cada provincia; consejeros nacionales
-también electos por la Congregación- con la misión de ayudar a los generales
provinciales. Los demás cargos los designaban dichos generales o prepósitos
provinciales.
La
Orden se dividía asimismo en una serie de grados. Los novicios aspiraban al
sacerdocio y se dividían en dos grupos según la edad o sus conocimientos. Los
novicios llamados escolares eran los que se iniciaban en los estudios de
gramática latina (que duraban generalmente unos dos años). Después hacían los
votos simples y perpetuos (castidad y pobreza). Tras profesarlos, entraban en
la fase de juniorado, en la que se dedicaban durante tres o más años a los
estudios clásicos (Artes y Teología). Tras esta etapa venía su ordenación
sacerdotal. Y por último, pasaban el período de 3ª probación, de modo que,
obligándose a cumplir dos nuevos votos, se convertían en profesos, aceptando
todas las responsabilidades de la orden, con todas las obligaciones y los
derechos. A los profesos se les reservaban los cargos de profesores en los
colegios.
Los
miembros de la Compañía que no asumían todas las responsabilidades, ni
profesaban los cuatro votos -solía faltarles el 4º voto, de obediencia al
papa-, disfrutando de mayores libertades, eran denominados coadjutores espirituales,
y se ocupaban de cargos de menor importancia. Había también coadjutores legos,
dedicados a tareas menos cualificadas, «viles», manuales.
La
espiritualidad de la Compañía se basó en el abandono activo, la obediencia al
superior y, en última instancia, al papa, y la mortificación del egoísmo y el
orgullo. Los ejercicios ignacianos fueron utilizados por otras órdenes y han
seguido practicándose hasta nuestros días.
Desde
el punto de vista económico, la orden estaba obligada a una pobreza estricta.
Sólo las casas de estudio y las de formación de jóvenes podían tener rentas
propias. Los profesos renunciaban a cualquier riqueza, y también a cualquier
prelacía o cargo eclesiástico.
A
la muerte de San Ignacio, en 1556, los miembros de la Compañía ya ascendían a
más de un millar, y sus casas, más de cien, se repartían por doce provincias.
En 1615, el número de jesuitas alcanzó la cifra de 13.000, y había
establecimientos en Francia, Portugal, Flandes, Polonia, Italia, España y
América. La Compañía se desarrollaba con gran rapidez.
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